Feliz Navidad, victorianos

La Casa Victoriana quiere agradeceros que paséis una nueva Navidad a nuestro lado.

En estos difíciles y complicados tiempos os deseamos fuerza, ánimo y amor para superar las dificultades.

Buenos tiempos llegarán, solo hay que tener fe y solidaridad para ver un futuro lleno de esperanza.

Feliz Navidad, victorianos 🎄🕯️

De enero a diciembre: doce meses de símbolos

Desde los antiguos, los elementos de la naturaleza han sido un medio para la expresión de sentimientos e ideas.

Los colores y animales presentes en los estandartes y las banderas han representando a linajes y pueblos del mundo entero, el cromatismo del vestuario ha servido para expresar los más profundos sentimientos, las piedras con sus diferentes tonalidades se convirtieron en amuletos de protección y demostración de riqueza y del gusto más exquisito y, por supuesto, las bellas flores y plantas, con sus pétalos y frutos con todos los matices del arco iris, han estado siempre presentes como símbolos de un lenguaje secreto cuyos códigos se transmitían a través de generaciones.

Estos símbolos se han usado para infundir miedo y respeto, se han utilizado para declarar amor, mostrar dolor y contagiar alegría, proclamar a los vencedores y señalar a los vencidos, obsequiar a los dioses y honrar a los difuntos.

Pero si hubo una sociedad que abrazara el simbolismo y los lenguajes codificados esa fue la victoriana: con una flor, un pañuelo, un parasol o un abanico podían transmitir todo lo que el corazón sentía y las palabras no podían expresar. Un abanico abierto o cerrado, un parasol apoyado sobre el hombre derecho o izquierdo, el modo de sujetar un pañuelo, la piedra de un anillo o una sencilla flor eran observados por los amantes con impaciencia para inflamar su corazón con desbordada pasión o recoger sus pedazos después de un airado rechazo.

Se han escrito muchos manuales sobre simbología y, dependiendo de la fuente, los resultados son diferentes. Para elaborar este pequeño divertimento en forma de postal, sobre los elementos asociados a los meses del año,  hemos consultado varios y recopilado diferentes símbolos representados por un color, una flor, un animal y una gema.

Como siempre podéis descargar las postales cliqueando en el botón derecho del ratón «guardar imagen como» o en nuestra página de Facebook.

Deseamos de corazón que las disfrutéis.

Enero

1

Febrero

2

Marzo

3

Abril

4

 

Mayo

5

 

Junio

6

 

Julio

7

 

Agosto

8

 

Septiembre

9

 

Octubre

10

 

Noviembre

11

 

Diciembre

12

El día de la madre: del Mothering Sunday británico al Mother’s Day americano

Backward, turn backward, O Time, in your flight,

Make me a child again, just for tonight!

Mother, come back from the echoless shore,

Take me again to your heart as of yore;

Kiss from my forehead the furrows of care,

Smooth the few silver threads out of my hair;

Rock me to sleep, mother, rock me to sleep!

Elizabeth Akers Allen

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Mother’s Darling – Joseph Clark

La celebración del Día de la madre, Mother’s Day, tal y como lo conocemos dista mucho de su verdadero propósito y del origen de su creación. Aunque hoy celebramos este día como un reconocimiento a las madres reuniéndonos con ellas y agasajándolas, en un principio era un día para recordar a las madres fallecidas y ensalzar su trabajo dentro y fuera de la familia; podríamos decir que la función de este día era una muestra de gratitud póstuma para, de algún modo, celebrar que aún estaban en nuestro corazón aunque se hubieran ido de nuestro lado.

Anna M. Jarvis y su Mother’s Day

Cualquier madre preferiría tener una línea del peor garabato de su hijo o hija que cualquier tarjeta de felicitación elegante.

Anna Maria Jarvis

En 1907, la activista estadounidense Anna M. Jarvis propuso dedicar un día a rendir homenaje a todas las madres, que ya habían fallecido, por su dedicación y amor con sus familias, sus hijos y con todos aquellos que hubieran podido tener la suerte de recibir sus cuidados y cariño.

Esta iniciativa, propiciada por el recuerdo de su fallecida madre, que atendió a los heridos en ambos lados del conflicto y tuvo un papel destacado en conseguir que las madre de la Unión y las Confederadas olvidaran sus diferencias y abrazaran su identidad festejando un Día de la Amistad de las Madres.

Aunque en un principio, la idea no tuvo una acogida demasiado cálida, convirtiéndose incluso en objeto de burlas – varios senadores llegaron a sentirse ofendidos por la idea que sugería dedicar un día a la memoria de las madres, cuyo recuerdo debería estar presente día tras día – Anna siguió adelante con su idea.

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Motherly Love-Gustave Leonard de Jonghe

Para lograr que la fiesta fuera reconocida escribió varias cartas a reconocidas organizaciones, buscó patrocinadores y organizó eventos. Uno de los más recordados fue el llevado a cabo en 1908, en Grafton, Virginia, en la iglesia donde su madre enseñaba en la escuela dominical. Anna no asistó a este evento pero adornó la iglesia con más de 500 claveles blancos, la flor favorita de su madre.

Empresarios del mundo de la alimentación y la respostería, así como el comercio floral, que vieron una posibilidad de negocio en la celebración apoyaron el reconocimiento oficial, e incluso propusieron ideas como la posibilidad de regalar flores diferentes a los claveles blancos que sugería Anna; así nació la sugerencia de ofrecer flores de brillantes colores a las madres vivas, y portar flores blancas en honor de madres fallecidas.

Ante el clamor popular, en 1914, el Presidente Woodrow Wilson proclamó el segundo domingo de mayo Día de la Madre como «una expresión pública anual del amor y reverencia por las madres de nuestro país»

Pero la alegría de Anna pronto se convirtió en frustración al ver como a la industria poco le importaba el sentimentalismo de la fecha y si la posibilidad promocionar productos especialmente diseñados para ser comprados ese día, convirtiendo la festividad en un acto más consumista que familiar.

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Mother and her Children – Alfred Stevens 1883

Hay una anécdota que ilustra cómo se sintió Anna al ver malinterpretada su idea de homenaje a las madres. Se cuenta que un día fue a almorzar a los almacenes Wanamaker, uno de los grandes promotores de la celebración y se estaba ofreciendo “ la ensalada del Día de la Madre”. La activista, enfurecida por la banalidad, pidió la ensalada y, en vez de comérsela, la tiró al suelo en señal de protesta.

A partir de ese momento, Anna no cejó en su empeño de devolver a la celebración su sentimiento original, muy alejado de la locura consumista en la que se había convertido. Para tratar de lograrlo emprendió una lucha sin cuartel en contra de la industria floral, las tarjetas de felicitación, las confiterías, los grandes almacenes…contra cualquiera que utilizara ese día para ganar dinero.

Asimismo escribió cartas, imprimió panfletos, contrato editoriales, publicó en periódicos con el fin de recordar que el Día de la Madre trataba de inspirar un gesto afectuoso, un recuerdo cálido, un reconocimiento sincero como respuesta al amor incondicional y abnegado de las madres.

De la feroz lucha no se salvó ni la mismísima Eleanor Roosvelt, a pesar de la utilización que la Primera dama hizo de la fecha para recaudar fondos para la caridad, ni el Servicio Postal estadounidense que en su sello conmemorativo para la fecha emitió la imagen del cuadro Retrato de la madre del artista de James Whistler, pero añadiéndole un jarrón de claveles blancos que el pintor no había pintado y que Anna entendió como un guiño publicitario a la industria floral.

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Sello postal con la imagen de la Madre del pintor y el añadido del jarrón de claveles

Anna M. Jarvis dedicó su vida y todos sus esfuerzos tantos personales como económicos a la reivindicación del sentimiento original de la celebración que ella misma ideó sin lograrlo. Sin familia, sin descendientes y completamente arruinada finalizó sus días en un hospital psiquiátrico en 1948, sin saber que paradójicamente, fue la industria floral quien pagaba su estancia y tratamiento en dicha residencia, en agradecimiento por todos los ingresos que de forma indirecta le había proporcionado

Mothering Sunday

It is the day of all year
of all the year the one day,
And here come I, my Mother Day,
To bring you cheer,
A mothering on Sunday

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Mother with Child – George Sheridan Knowles

La idea de Anna Jarvis, aunque original en su concepto de honrar a las madres fallecidas, ya tenía el antecedente británico del Simmel Sunday o Mothering Sunday, la celebración del cuarto domingo de Cuaresma.

Esta festividad, cuyo nombre originario era Mother Mary, y que ya se celebraba en la Edad Media, tenía un carácter religioso: el cuarto domingo de Cuaresma, tres semanas antes del Domingo de Pascua, las familias se reunían y acudían a su iglesia para dar las gracias a la Virgen María. Muchos jóvenes trabajaban en el servicio doméstico o como aprendices en las ciudades y en ese día, sus empleadores le daban el día libre para regresar a sus pueblos y acudir a la iglesia con sus familias y rezar a la Virgen. Poco a poco la figura de la Virgen María, como madre abnegada y cariñosa se identificó con el afecto de todas las madres por sus hijos y viceversa, por lo que esta celebración se convirtió en una exaltación del amor maternal.

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Mother Reading with Two Girls– Lee Lufkin Kaula

Tan importante se consideraba la reunión que incluso se permitía que las familias se saltasen el ayuno de Cuaresma para celebrar una gran comida en la no faltaba el Simnel Cake, un pastel de frutas especiado. El encargado de entregar este pastel a su madre era el hijo mayor en representación de todos sus hermanos. Aunque en la actualidad se encarga y se compra en las confiterías, la tradición indica que debía ser elaborado por los hijos para que la madre lo cortara y lo sirviese después de la comida para degustarlo todos juntos.

Cada zona, incluso cada familia, tiene su propia receta con variantes dependiendo de las posibilidades económicas pero el Simnel Cake estaba pensado para ser elaborado con ingredientes caseros al alcance de las familias más humildes.

La receta más tradicional presenta un bizcocho de tres capas, dos de masa afrutada y una de mazapán o pan dulce, donde los protagonistas son los frutos secos y las frutas confitadas. Coronando la tarta aparecen 11 bolitas de mazapán representando a los once Apóstoles – aunque los Apóstoles eran 12, la bola número doce no se coloca pues sería la correspondiente a Judas, que a causa de su traición no tiene representación.

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Queen Victoria and Prince Albert with Five of their Children– Autor desconocido

La Reina Victoria, modelo de la sociedad victoriana, ayudó a popularizar este día reuniendo a su gran familia y su amado esposo Alberto en una conmemoración familiar imitada por los británicos. Pero no nos engañemos, aunque Victoria fue una amantísima esposa, nunca destacó por su amor maternal, excepto con sus favoritos; es más, en alguna ocasión mostró su decepción por algunos de ellos y la molestia que le daba criar tantos niños y, posteriormente, el fastidio que le causaba tener que buscar matrimonios adecuados en las monarquias europeas para proporcionarles bienestar y una posición privilegiada.

 

Tradiciones de Pascua

El árbol de huevos de Pascua


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Una de las tradiciones victorianas mas curiosas en el periodo pascual era la de poner un árbol, similar al abeto de Navidad, pero adornado con huevos de vivos colores y otros símbolos tradicionales de la festividad de Pascua.

De las ramas del árbol se colgaban huevos pintados que se envolvían con cintas de vivos colores y se sujetaban haciendo una bonita lazada, que contribuía a la espectacularidad del adorno.

Durante las semanas previas se guardaban las cáscaras de los huevos que se usaban en la cocina, ya que eran un elemento esencial para la decoración. Con ellas se creaban pequeñas cestas cuya asa se hacía con finos alambres. Estas cestillas se suspendían en las ramas y se llenaban con huevos elaborados con chocolate y caramelo. Con los cascarones, una vez pintados, se confeccionaban los cuerpos y cabezas de payasos, gnomos y duendes que se escondían entre las hojas.

Por si este engalanamiento no fuera suficiente, pollitos hechos con algodón y conejos de galleta de jengibre pendían de las ramas creando un conjunto tan colorido como aromático.

Velas encendidas, encajadas en dorados portavelas, proporcionaban el brillo y la calidez necesaria para convertir esta ornamentación en un adorno tan bello como el más bonito árbol navideño.

La decoración de los huevos de Pascua

El teñido

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Las elaboraciones pastelera actuales distan mucho de los modos tradicionales de crear golosinas y ornamentos. En una época en la que la mayor parte de los productos químicos usados en la industria alimentaria brillaban por su ausencia, las cocineras tenían que utilizar todo aquello que le brindaba la naturaleza para conseguir un bonito resultado final.

En primer lugar, los huevos de Pascua de elaboración casera no eran de chocolate, sino humildes huevos cocidos, que pasaban por un proceso de teñido utilizando jugos vegetales y otros trucos para crear patrones decorativos.

Si se quería lograr un tintado efectivo se utilizaban solo los blancos, que se colocaban en el fondo de una cazuela con agua. Se añadían, al menos, dos tazas de tinte natural, una cucharada de vinagre y se llenaba con una cantidad de agua que los cubriera totalmente. Se llevaban a ebullición. Después, se dejaban reposar durante una hora. El toque final lo daba unas pinceladas de aceite o manteca derretida para que adquiera un bonito brillo. Se podían teñir hasta seis huevos al mismo tiempo siguiendo estas instrucciones.

Los colores

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El líquido de las espinacas después de cocerse teñía los huevos de un bonito verde. Las remolachas procuraban un leve color rosado. Este tono también podía conseguirse con zumo de frambuesas al que se añadía un chorrito de vinagre. Si se deseaba un rosa más oscuro se podían cocer, además de con el jugo de las frambuesas, con las bayas esmagadas.

Teñir los huevos de amarillo era fácil usando semillas de vara de oro; una cucharada de cúrcuma en polvo por cada taza de agua los dejaría de un lustroso color amarillento.

Otra opción era utilizar arándanos machacados y vinagre para lograr unos huevos azules; las hojas de la col lombarda lograban un efecto similar.

El diseño

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Con cierta habilidad, se podían lograr estampaciones sobre los huevos. Si se pegaban tiras de papel alrededor del huevo y posteriormente se teñía, solo se colorearía en las partes no cubiertas, quedando un estampado a rayas. Si se preferían moteados, se envolverían en la túnica de la cebolla común – parte exterior, usualmente, de color marrón – antes de hervirlos. Con esta técnica quedarían con motas anaranjadas. Si fuese necesario, un tono más fuerte se usaría cebolla roja.

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Los diseños podían ser muy variados; los pétalos de flores, hojas y hierbas se  podían adherir a los huevos antes del teñido, sujetándose con hilos o envolviéndolos con un trozo de gasa o nilón para que no se desprendieran. Forrarlos con telas baratas con diferentes estampados daba un gran resultado visual.

Si se quería escribir alguna leyenda sobre el huevo, una frase, un verso o una dedicatoria, el modo más conveniente sería grabarlo con una fina pluma empapada en cera o manteca caliente antes del tintado; así, el tinte no penetraría en la superficie cubierta por las letras y después del teñido se retiraría dejando el mensaje limpio y claro. Después se rellenarían las letras con colores dorados para que las letras resaltasen.

Las jóvenes más habilidosas podían elaborar Easter Eggs para adornar la casa y obsequiar a sus allegados. Con la ayuda de acuarelas se pintaba una bonita flor sobre el huevo, preferiblemente un lirio del valle o un narciso, o bien un sencillo paisaje. Por ejemplo, en los huevos verdes, dibujaban un pequeño jardín y en los azules una marina. Algunas damas se atrevían con una decoración de querubines que desplegaban sus alas en un cielo celestial.

Los huevos de chocolate

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El proceso de creación de los huevos rellenos de chocolate era delicado. En primer lugar, se agujereaba un huevo crudo y se vaciaba. Por el hueco, con la ayuda de un fino embudo, se rellenaba con cacao fundido. Se esperaba a que este se enfriara y se sacaba la cáscara quedando el huevo de chocolate descubierto. Esta era una de las sorpresas más gratas para los pequeños.

Los huevos rellenos

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El proceso era similar al rellenado con chocolate, pero con una complicación extra, ya que en este caso, después del vaciar el huevo, se debía cortar a la mitad con unas tijeras muy afiladas. Una vez cortado, se rellenaban de almendras caramelizadas, frutos secos o frutas desecadas.

En muchos hogares se cocinaba una rica pasta de azúcar, muy parecida al mazapán que servía como delicioso relleno. Las dos mitades se unían pintando el huevo con una glasa hecha con clara de huevo y zumo de limón, que actuaría como un pegamento invisible (y comestible) uniendo ambas partes. Para disimilar el corte se rodeaba el huevo con una cinta de colores a la que se le haría una llamativa lazada.

Las Easter nest: las cestillas de Pascua

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La víspera de Pascua los niños elaboraban una especie de cestita para la Liebre pascual. Este personaje simbólico, conocido en nuestro país como Conejo de Pascua, era el encargado de dejar durante la noche, las golosinas y juguetes que los niños encontrarían al levantarse.

La cesta, denominada Easter Nest, se confeccionaba con todo aquello que proporcionara la naturaleza, tallos, ramas, hojas, flores o helechos; para adornarla un lazo o papel brillante serían adecuados. La canasta se dejaba en el jardín o en el patio trasero y, mientras los pequeños dormían, el Conejo de Pascua la llenaría de huevos de colores y chucherías elaboradas con azúcar.

La Egg Rolling Party

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La Egg Rolling Party era una fiesta típica de EEUU. Esta búsqueda, y posterior carrera, del huevo de Pascua se celebraba en los terrenos del Capitolio en 1816, pero la suciedad que provocaban los huevos rotos y la algarabía de los chiquillos provocó que se prohibiera. Este popular juego se trasladó a los jardines de la Casa Blanca, donde de modo restringido se sigue celebrando en la actualidad.

Las familias de todo el país siguieron con esta tradición en sus casas, convirtiendo sus jardines en pequeños campamentos de búsqueda del tesoro. En las casa se celebraban fiestas en las que el único elemento que no podía dejar de llevar cada invitado era una cestita vacía. Cuando todos los niños estaban reunidos se les dejaba salir al jardín, donde los anfitriones habían escondido una gran cantidad de huevos. El premio consistía en llenar su pequeño capacho con el mayor número posible.

Cuando acababa la caza comenzaba la egg-roll, una competición que consistía en hacer rodar los huevos con una cuchara de mango largo hasta una meta que antes se había señalado. La dificultad estaba en tratar de que el huevo no se saliera del trazado. Normalmente se formaban varios equipos y aquel miembro del equipo que pasara la línea de llegada en primer lugar haría vencedor a los suyos.

Terminado el juego, los niños disfrutaban de un festín de emparedados, galletas caseras, huevos de chocolate y otras golosinas, todo ello acompañado de fresca limonada azucarada.

La confección del bonete de Pascua

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Como hemos contado en nuestro artículo  El bonete de Pascua, este sombrero era uno de los complementos más tradicionales de estas fechas.

Como no todas las familias disponían de medios con los que comprar lindos bonetes, madres e hijas solían confeccionarlos ellas mismas, reciclando otros sombreros o transformando gorros campestres hechos de paja.

Para conseguir un precioso bonete utilizaban bonitas flores frescas y hierbas silvestres. Estas, combinadas con lazos y perifollos podían dar lugar a un sombrero espectacular. Las mujeres de la casa aprovechaban cualquier retal sobrante con el fin de embellecerlo; con el terciopelo elaboraban cintas, gasa y tul servían para envolverlo y el forro interior se confeccionaba con satén o algodón estampado. Por las tardes, las damas salían a pasear o a la iglesia acompañadas de los miembros de la familia y lucían sus bonetes con orgullo, aprovechando para observar los de las demás con admiración y envidia.

Calendario floral victoriano 2020

Todos los años me propongo publicar cada mes un calendario temático en La Casa Victoriana y, no siempre logro conseguirlo. Por ese motivo, este año atendiendo las peticiones de amigos en nuestra web y en las redes sociales, he decidido publicar un almanaque completo de todo el año. Las imágenes están en formato .PNG de alta calidad. Solo tenéis que pinchar sobre ellas y «guardar imagen como» para tener cada una de ellas en vuestro ordenador.

La línea temática que he elegido es el lenguaje de las flores; cada mes aparece ilustrado  con la flor con la que los victorianos lo asociaban, así como el significado que le atribuían.

Al final de la publicación, podéis encontrar los títulos de los cuadros y sus autores.

¡Espero que os gusten!

A los victorianos les encantaba la simbología y uno de sus elementos favoritos para expresar los sentimientos eran, sin duda, las flores.
Las relaciones amorosas, y también las sociales, se regían en multitud de ocasiones por los protocolos florales, que expresaban lo que los victorianos no se atrevían a decir con palabras.

Pero las flores también se asociaban con los meses el año, teniendo cada mes una flor propia, por decirlo de algún modo, y los nacidos en ese mes, una flor que los definía.

¿Quieres saber qué flor es la tuya?🥀🌹🌷Pues en La Casa Victoriana te lo decimos mes a mes:

Enero: el clavel, es la alegría, pero también el amor incondicional e inquebrantable.

1

 

Febrero: la violeta, símbolo de la humildad y la modestia.

2

 

Marzo: el narciso, es coqueto y representa al triunfo de la belleza.

3

 

Abril: la margarita; es pura e inocente.

4

 

Mayo: el lirio del valle, es el símbolo de femineidad y dulzura.

5

 

Junio: la rosa representa el amor y la pasión por la vida.

6

 

Julio: la flor de Larkspur (espuela de caballero), simboliza al alma pizpireta, voluble e indecisa.

7

 

Agosto: el gladiolo, representa a una persona generosa y con carácter noble.

8

 

Septiembre: la flor aster (margarita de otoño o estrellada), símbolo de la elegancia y delicadeza.

9

 

Octubre: la caléndula, se identifica con una nostálgica melancolía.

10

 

Noviembre: el crisantemo, es la perfección, la representación de la amistad y el amor leal y eterno.

11

 

Diciembre: la poinsetia, simboliza la chispeante alegría de vivir.

12

 

Cuadros:

Enero: Lady in That Carnation. Alfred Schwartz.

Febrero: Young Lady With Purple Hat. Carl Zewy.

Marzo: Desconozco el autor.

Abril: Untitled. Emile Vernon.

Mayo: Postcard (desconozco al autor)

Junio: Elegant Lady With a Bouquet of Roses. Emile Vernon.

Julio: Woman With Flowers. William Oliver.

Agosto: Elegantes au marché des fleurs. Victor Gabriel Gilbert.

Septiembre: Two Women in a Garden. Hector Coffieri.

Octubre: Marsh Marigolds. William Henry Margetson.

Noviembre: Woman With Chrysanthemums. Delphin Enjolras.

 

¡Bienvenido, mayo! 🌹

¡Bienvenido Mayo!
Damos la bienvenida a mayo con nuestro calendario ilustrado con Beautiful Lady with Flowers pintado por François Martin-Kavel.

It’s a pleasant sight to see
A little village company
Drawn out upon the first of May
To have their annual holiday.

Anonymous English poem

¡Bienvenido, enero!

Comenzamos con nuestro calendario mensual para 2019.
Este año lo dedicaremos a damas y flores🌹
Estrenamos enero con esta maravilla pintada por Emile Vernon, titulada Elegant Lady With A Bouquet Of Roses.
Esperamos que sea de vuestro agrado❤️

¡Bienvenido, diciembre!

Damos la bienvenida a diciembre con nuestro último calendario de este año dedicado a damas y lectura.

El cuadro que ilustra este mes es Girl Reading, pintado por Alfred Emile Leopold Stevens, en 1856.

¡Bienvenido, noviembre!

Damos la bienvenida a Noviembre con nuestro calendario dedicado a damas lectoras, esta vez ilustrado con un cuadro pintado por William Oliver titulado Portrait Of A Lady Reading A Book.
Espero que os guste.

Como todos los años en La Casa Victoriana celebramos Halloween. En años anteriores hablamos del origen de la festividad, de sus ritos y juegos y de algunas de las historias de terror con las que deleitarnos en esta noche de espíritus.

Hoy repetimos con Edgar Allan Poe – años atrás publicamos El Cuervo- y uno de sus relatos de terror más aclamados La verdad sobre el caso del señor Valdemar.

Espero que lo disfrutéis.

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Imagen Vía Pinterest

La verdad sobre el caso del señor Valdemar

De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público –al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación–, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.

El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos –en la medida en que me es posible comprenderlos–. Helos aquí sucintamente:

Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.

Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.

Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.

Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:

Estimado P…:

Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.

Valdemar

Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E..

Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.

Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción, de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.

El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.

Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.

Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»

Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.

A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.

Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.

A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.

Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron.

Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.

Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.

–Valdemar…, ¿duerme usted? –pregunté.

No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:

–Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!

Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:

–¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?

La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:

–No sufro… Me estoy muriendo.

No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.

–Valdemar –dije–. ¿Sigue usted durmiendo?

Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:

–Sí… Dormido… Muriéndome.

La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.

Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.

Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.

El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo –según lo pensé en el momento y lo sigo pensando–, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.

He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:

–Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto.

Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.

Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l.

Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.

Desde este momento hasta fines de la semana pasada –vale decir, casi siete meses–continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.

Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.

A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:

–Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?

Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:

–¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!

Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.

Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.

Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

 

¡Happy Halloween, victorianos! ¡Feliz y terrorífico Samaín!