Venenos victorianos II: anilina, mercurio y otras locuras

Anilina o cómo envenenarse (otra vez) con un vestido

En 1856, el químico escocés William Henry Perry descubrió uno de los tintes sintéticos que más exito tuvieron en la época victoriana: la púrpura de anilina.

En realidad, el joven Perry, había recibido el encargo de buscar un compuesto sintético de la quinina, como remedio económico para tratar la malaria. Después de varios intentos frustrados, se percató de que la sustancia creada, la anilina, reaccionaba con el alcohol produciendo una nueva sustancia de un llamativo color púrpura.

Después de experimentar diferentes usos con ella, la sustancia se reveló como un poderoso tinte, que podía teñir los tejidos de diferentes tonos de color púrpura. Se comercializó con el nombre de ‘Mauvine’ y fue un gran éxito en la industria textil debido a su bajo precio.

Pero la anilina tenía una cara oculta: una gran toxicidad. En contacto con la piel producía cianosis, irritación de la piel e hinchazón de ojos.
Dependiendo de la cantidad y tiempo de la exposición tenía otros efectos secundarios como mareos, dolores de cabeza, convulsiones y, en casos extremos, la muerte.

Las personas más perjudicadas por los efectos de la anilina eran las damas que lucían los vestidos púrpura tan llamativos como espectaculares, pero, al igual que pasaba con el arsénico, las más afectadas eran las costureras y los trabajadores de la industria textil, en su mayoría mujeres y niños.

Desgraciadamente, los efectos de la anilina han seguido haciendo estragos, pues no hace muchos años se registraron intoxicaciones y fallecimientos de jóvenes después de teñir sus prendas con esta sustancia.

Los sombrereros y el mercurio

¿Existieron realmente los mad hatters? Pues sí, y creo que os sorprenderéis con su historia. El mad hatter o sombrerero loco más famoso de la historia de la literatura es, sin duda, el de ‘Alicia en el País de las Maravillas’. Muchas personas piensan que ese personaje tan singular y realmente chalado fue obra de la imaginación de Lewis Carroll, pero los sombreros locos existieron realmente. De hecho, su locura tenía un nombre the mad hatter disease o la enfermedad del sombrerero loco.

Pero, ¿a qué era debida? Pues, al igual que les sucedía a las costureras victorianas con el arsénico o la anilina, los sombrereros se envenenaban con el mercurio que utilizaban para tratar el fieltro que provenía de la piel de conejo con la que hacían los sombreros.

La historia cuenta que la orina siempre fue uno de los ingredientes con los que se le daba consistencia a la piel de los sombreros. Pero, alrededor de 1600, un fabricante de sombreros conseguía sombreros de una calidad superior a la de sus competidores. ¿Cuál era su secreto? Pues su secreto era, ni más ni menos, que el mercurio que tomaba para tratar su sífilis. Este, mezclado con la orina, producía una mezcla fantástica para la producción de la piel de los sombreros.

Así, poco a poco, el mercurio se incorporó al tratamiento del fieltro. El contacto con el elemento venenoso provocaba la locura en los fabricantes dando lugar a los sombrereros locos.

La belladona: la locura cosmética para simular languidez

Durante la época del Romanticismo, las mejillas sonrosadas naturales o fruto del maquillaje dieron paso a una moda donde una enfermiza palidez se convirtió en un extaño sinónimo de belleza juvenil.

Si una joven no era lo suficientemente afortunada para mostrar en su cara los síntomas de haber sufrido por amor, lo cual se consideraba un aspecto glamuroso, estaba dispuesta a hacer cual cosa para conseguirlo, desde beber vinagre para procurarse una palidez sepulcral, a pasar las noches en vela sollozando con poemas de amor.

Asímismo, podía conseguir una mirada ligeramente ausente poniendo unas gotas de belladona en sus ojos. Esta planta recibía su nombre por su capacidad de proporcionar una imagen bella de la mujer, dilatando sus pupilas, limpiando la mirada y dotándola de un aire poético y romántico. Desgraciadamente, los efectos secundarios de la belladona eran devastadores, causando ceguera y parálisis entre otras dolencias.

Otras sustancias utilizadas para embellecer la piel y los labios, como el óxido de zinc, el mercurio, el antimonio y el sulfuro de plomo eran utilizadas en productos de belleza, provocando graves problemas de salud a largo plazo. El aire ausente y supuestamente romántico que les proporcionaba a las jóvenes llegó a estar tan de moda que cualquier riesgo era pequeño comparado con el encanto de un aspecto enfermizo y de deliberada tristeza.

De este modo, la belladona, el arsénico, el mercurio, el plomo o el bismuto pasaron a ser ingredientes destacados de todo tipo de lociones de belleza, y, a pesar de que muchos médicos avisaban de los peligros de parálisis facial, amarilleo y acartonamiento de la piel, pocas eran las que abandonaban su uso. Cualquier riesgo era mínimo ante el objetivo de estar atractivas en todo momento.

Fraudes alimentarios victorianos: como envenenar los alimentos para obtener beneficios económicos que ponían en riesgo la salud

En la época victoriana los fraudes culinarios para obtener la máxima ganancia en la venta de productos alimenticios era muy habitual.

La comida solía mezclarse con diferentes sustancias, normalmente nocivas para salud. Pero los comerciantes demostraban no tener ningún tipo de escrúpulo si eso le proporcionaba algunos peniques extra.

Algunas de los fraudes más habituales fueron los siguientes:

  • algunos tenderos acostumbraban a mezclar azúcar con arena para que esta pesara más, y así, poder ahorrarse una cantidad de azúcar en la venta.
  • los panaderos solían moler tiza y añadir este polvo a la harina. La tiza hacía que la harina pareciera más blanca y, además, el comerciante se guardaba una cantidad de harina para poder vender después.
  • los lecheros rebajaban la leche con agua. Teniendo en cuenta que esta era una práctica habitual de las madres de familias humildes para «estirar» la leche para su prole, nos damos cuenta de que las clases victorianas humildes tomaban más agua que leche.
  • había confiteros que para hacer (y posteriormente vender) chocolate mezclaban cera derretida con pintura marrón.
  • uno de los fraudes más comunes se hacía en los «dairy», donde los comerciantes añadían plomo al queso porque la mezcla le proporcionaba un color rojizo que lo asemejaba al queso de Gloucester, el cual se vendía más caro que el queso común.

Como anécdota diremos que en 1881, las autoridades sanitarias analizaron la composición de los helados que se almacenaban en recipientes de cobre o latón y se vendían en los puestos callejeros.
Para su sorpresa encontraron en su composición, además de azúcar y nata, nada más y nada menos que: paja, pulgas, piojos, algodón y chinches.

Venenos victorianos I: arsénico, el verde mortal

Comenzamos una serie de artículos dedicados a los venenos de uso cotidiano durante la época victoriana y las consecuencias que tuvieron para la salud de todos aquellos que tuvieron la desgracia de estar en contacto con ellos.

El primero de esta serie está dedicado al «verde mortal», el arsénico, omnipresente en los hogares, los talleres y las boticas del siglo XIX.

Nuevos colores para damas atrevidas

Los vestidos de la mayoría de las damas victorianas de principios del siglo XIX se confeccionaban en pequeños talleres de costura o estaban hechos por modistas que no sólo cosían sino que diseñaban los modelos que posteriormente se lucirían en los mejores salones londinenses. Pero con la aparición de las empresas textiles y la irrupción de las casas de diseño, los diseñadores de renombre y los grandes almacenes, como Selfridges, hicieron de la moda un producto de consumo masivo y un bien asequible para todas las mujeres.

Toda dama podía adquirir un bello vestido. Evidentemente su exclusividad y la calidad de sus telas y bordados irían en consonancia con lo que estuviera dispuesta a pagar. Esto hizo que el oficio de costurera fuera uno de los más demandados, aunque estas trabajadoras fueran tremendamente explotadas: mal pagadas, con jornadas interminables que abarcaban los siete días de la semana, a pesar de realizar un maravillosos trabajos artesanales apenas reconocidos.

El afán por destacar y ser la más bella de una reunión o de un baile hizo que las damas victorianas buscaran cada vez diseños más atrevidos con colores llamativos. Descartados los tenues colores pastel y la discreta elegancia de los tonos oscuros, la demanda se centraba en los pigmentos que transformaban un vestido sencillo en uno deslumbrante, tintado con rojo escarlata, vibrante púrpura, luminoso azul añil o brillante verde esmeralda. El objetivo era no solo ser la más elegante sino causar una tal impresión entre los asistentes a un evento que la dama se convirtiera en el centro de atención esa noche y en la protagonista de los comentarios de todas las reuniones a lo largo de la semana.

Los talleres textiles se esforzaban por ofertar los tejidos más deslumbrantes, no escatimando en tintes tanto para las telas más baratas como el algodón, como para las más caras como la piel, la seda, la muselina y los encajes, sin olvidar las cintas de satén y otros complementos para que combinaran con el vestido.

El verde mortal💀

El esmeralda venenoso

A mediados del siglo XIX se comenzó a utilizar el arsénico como tinte verde para los vestidos.
Esta sustancia, que se mezclaba con cobre, cobalto y estaño, realzaba el color de los trajes, dotándolos de un brillo extraordinario. También se usaba para tintar los complementos, como flores, diademas para el pelo o guantes.

Pero este precioso color esmeralda, conseguido con esta mezcla de productos, era de una gran toxicidad. Las costureras eran las más perjudicadas, ya que tenían que trabajar horas y horas cortando, cosiendo las telas, y dando los toques finales a los diseños. Las consecuencias eran terribles: no solo afectaban a la piel sino a los ojos, boca, pulmones y mucosas nasales. La piel sufría unas heridas irreversibles y las mujeres afectadas acababan vomitando un horrible líquido verde.

En la época se registraron varios fallecimientos de costureras por envenenamiento con arsénico. En las imágenes podemos ver el estado de las manos de las modistas después de trabajar asiduamente los tejidos tratados con estos tintes y una de las ilustraciones de John Tenniel en la que se denuncian las consecuencias mortales del trabajo de estas mujeres: para que las damas lucieran bellas las modistas agonizaban hasta la muerte.


Para las damas que usaban los vestidos las consecuencias eran tremendamente insalubres, ya que el contacto de la tela con la piel provocaba problemas dérmicos, oculares y respiratorios. Lo mismo sucedía a los caballeros que se relacionaban con ellas durante una velada, porque el polvo de arsénico del tejido quedaba en suspensión en la habitación.

El servicio doméstico, especialmente la dama de compañía que vestía y peinaba a su señora, y las empleadas encargadas de la lavandería y planchado de la ropa sufrían los mismos daños. Aunque, a diferencia de las costureras que manipulaban muchas horas los tejidos, el servicio doméstico solo estaba expuesto al veneno de forma ocasional.

Esta ilustración, del satírico The Punch, hace alusión al riesgo por envenamiento al que estaban expuestos todos los asistentes a un baile si estaban en contacto con una dama que llevara el tinte mortal.

Two skeletons dressed as lady and gentleman. Etching, 1862. Credit: Wellcome Library, London.

Las habitaciones tóxicas

Desgraciadamente, la presencia del arsénico no estaba solo en la moda, ya que también se utilizaba para los tintes del papel pintado que decoraban las habitaciones victorianas. El pigmento verde, conocido como verde Scheele, que dotaba de tan bello color al papel iba envenenando lentamente a los miembros de la familia. Como era un color especialmente alegre, era frecuente encontrarlo en las habitaciones infantiles y en la pintura de algunos juguetes donde poco a poco, y a medida, que se iban desprendiendo los pigmentos causaba graves problemas de salud a los más pequeños, además de nauseas e irritaciones dérmicas. Uno de los casos más tristes sucedió en un hogar londinense en 1862, donde los niños de una familia fallecieron después de ingerir trozos de papel pintado tintados con el verde mortal.

Si esto no fuera suficiente, había comedores tapizados casi por completo en telas teñidas con verde arsénico, con sus correspondientes cortinas y mantelería combinando en el mismo tono, y habitaciones en las que, además del mencionado papel, el verde lucía en colchas, alfombras y cojines.

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