Cuentos de Hadas II: Hans Christian Andersen

Elegir a Hans Christian Andersen para ilustrar este segundo post sobre los cuentos de hadas victorianos no fue una elección difícil. Por un lado, a diferencia de los Hermanos Grimm, Andersen no es sólo un recopilador de cuentos sino un autor con obras y personajes originales; por otra parte la conexión del autor con la cultura victoriana es más que evidente, no sólo por la influencia que sus obras tuvieron en la sociedad tanto a nivel literario como popular, sino por el gran prestigio y amistad personal que alcanzó entre algunos de los autores más sobresalientes de la época como Charles Dickens, Thackeray u Oscar Wilde.

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Porque contrariamente a lo que pudiésemos imaginar, los cuentos de Andersen alcanzaron más popularidad entre los adultos que entre los niños. Pero, si sus historias, a pesar de ser originales, contenían todos los ingredientes de un cuento clásico, héroes y heroínas, villanos que tienen su merecido con un horrible final, amor verdadero que puede romper cualquier hechizo, ¿cuál fue el motivo de ese éxito entre el público adulto?

Como Charles Dickens dijo en más de una ocasión Andersen dotaba a sus personajes e historias de un sabor agridulce que los hacía «reales». A pesar, de vivir en un mundo de fantasía, los protagonistas de sus cuentos podían fácilmente reconocerse en situaciones reales, estando más cerca del Peter Pan de J.M. Barrie y de Los Niños del Agua de Charles Kinsley que de los cuentos de los Grimm. El bien y el mal tienen tintes grises en los cuentos de Andersen, la desesperanza flota en el ambiente hasta llegar a ese esperado final feliz.

Pero como en Dickens, el final feliz no es capaz de borrar de nuestra mente las penas que los protagonistas han vivido antes. La moraleja no es el final del cuento sino que es el cuento en sí mismo. Y ese final feliz no es siempre un festín de risa y felicidad sino un inmenso alivio para la desgraciada situación del protagonista, como sucede en uno de los cuentos más tristes y bonitos que he escuchado, La pequeña cerillera, dedicado a la memoria de su madre, una vendedora pobre y alcohólica.

 

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La Pequeña Cerillera

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Ilustración de  Wilhelm Petersen para el original de La pequeña cerillera

 

¡Qué frío hacía!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobre niña andaba descalza con los desnudos pies completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los pies todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. 

Arthur Rackham illustration

Ilustración de Arthur Rackham

Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una pequeña luz, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeña que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre niña. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos brazos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las luces se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

Vilhelm Pedersen.
Ilustración de Wilhelm Pedersen para el original de La pequeña cerillera

 

«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, llenas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquet de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

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Nacido en Odense, Dinamarca en 1805, su infancia fue tremendamente pobre y desgraciada, pero como el hambre agudiza el ingenio, este niño imprevisible que mendigaba bajo los puentes, se las arregló para leer todo lo que caía en  sus manos y labrarse un grupo de amistades de un nivel social muy superior al suyo, que lo protegieron y lo relacionaron con clases sociales a las que nunca habría llegado por su condición. De hecho, su vida parece salida de un cuento, ya que el mismísimo rey Federico lo tuvo entre sus protegidos y llegó a ir a la universidad en una época donde ésta estaba reservada sólo para unos pocos.

En 1827 publicó su primera obra, y a partir de ese momento comenzó su progresivo éxito que le llevó a ser uno de los personajes más conocidos de Europa. Con su afán viajero recorrió multitud de países sobre los que después escribía en varios periódicos ,y su vida sentimental era la comidilla de los salones sociales europeos: tan pronto se declaraba a Jenny Lindt, famosísima cantante de ópera apodada El Ruiseñor – y a la que le dedicó un cuento con este mismo nombre, como proclamaba su amor en forma de romántica epístola a bailarines y jóvenes herederos europeos.

Romántico, enamoradizo y aventurero, su vida era para él la mayor fuente de inspiración para sus historias: su infancia, su progreso, sus amores femeninos y masculinos no correspondidos; todos influyeron en sus personajes y en sus cuentos, como él mismo declaró toda su obra tiene una parte de él. Nada es totalmente bueno ni malo, no hay felicidad absoluta pero todo se puede solucionar de algún modo. Es la esperanza dentro de la desesperanza.

The Wind's Tale - Edmund Dulac (illustrations for Stories by Hans Christian Andersen, 1911
The Wind’s Tale. Ilustración de Edmund Dulac para el cuento de Andersen

 

 

Andersen nunca se consideró un autor de cuentos; de hecho sus ambiciones iban más allá de lo que él consideraba un arte menor para ganarse la vida y siempre aspiró a ser dramaturgo o novelista de éxito, como su amigo Dickens; pero nunca lo consiguió. Sus novelas y obras fueron un rotundo fracaso que le causaron una gran decepción.

Nunca pensó que sus cuentos fueran a pasar a la historia de la literatura ni que hoy estaríamos hablando de él como uno de los grandes autores de la literatura universal.

Quizás, como en sus cuentos, siempre hay un final feliz, aunque sea un final diferente al esperado.

Una Hoja en el cielo

A gran altura, en el aire límpido, volaba un ángel que llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar.

-¡Qué hierba más ridícula! -dijeron aquéllas. Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas. -Debe de ser una planta de jardín -añadieron, con una risa irónica, y siguieron burlándose de la nueva vecina; pero ésta venga crecer y crecer, dejando atrás a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.

-¿Adónde quieres ir? -preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas-. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es éste el lugar apropiado. No estamos aquí para aguantarte.

Louis van Houtte, botanical illustration, Fuchsias, 1877
Ilustración botánica de Louis Van Houtte

Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la más hermosa del bosque. Vino entonces el profesor de Botánica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla.

-Es una especie híbrida -dijo-. No la conozco. No entra en el sistema. -¡No entra en el sistema! -repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes árboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo más prudente cuando se es tonto. Se acercó en esto, bosque a través, una pobre niña inocente; su corazón era puro, y su entendimiento, grande, gracias a la fe; toda su herencia acá en la Tierra se reducía a una vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: «Cuando los hombres se propongan causarte algún daño, piensa en la historia de José: pensaron mal en sus corazones, mas Dios lo encaminó al bien. Si sufres injusticia, si eres objeto de burlas y de sospechas, piensa en Él, el más puro, el mejor, Aquél de quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba:

“¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!»».

La muchachita se detuvo delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de fuegos artificiales, resonando además cada una como si en ella se ocultase el profundo manantial de las melodías, no agotado en el curso de milenios.

Con piadoso fervor contempló la niña toda aquella magnificencia de Dios; torció una rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en su mente, al mismo tiempo que sentía un gran bienestar en el corazón. Le habría gustado cortar una flor, pero no se decidía a hacerlo, pues se habría marchitado muy pronto; así, se limitó a llevarse una de las verdes hojas que, una vez en casa, guardó en su Biblia, donde se conservó fresca, sin marchitarse nunca.

Quedó oculta entre las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la muchachita cuando, pocas semanas más tarde, yacía ésta en el ataúd, con la sagrada gravedad de la muerte reflejándose en su rostro piadoso, como si en el polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios.

Pero en el bosque seguía floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un árbol, y todas las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la cigüeña.

-¡Esto son artes del extranjero! -dijeron los cardos y lampazos-. Los que somos de aquí no sabríamos comportarnos de este modo.

Y los negros caracoles de bosque escupieron al árbol.

Vino después el porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El árbol maravilloso fue arrancado de raíz y echado al montón con el resto:

-Que sirva para algo también -dijo, y así fue.

Berthe Hoola Van Nooten
Ilustración botánica de Berthe Hoola Van Nooten

Mas he aquí que desde hacía mucho tiempo el rey del país venía sufriendo de una hondísima melancolía; era activo y trabajador, pero de nada le servía; le leían obras de profundo sentido filosófico y le leían, asimismo, las más ligeras que cabía encontrar; todo era inútil. En esto llegó un mensaje de uno de los hombres más sabios del mundo, al cual se habían dirigido. Su respuesta fue que existía un remedio para curar y fortalecer al enfermo: «En el propio reino del Monarca crece, en el bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible equivocarse». Y seguía un dibujo de la planta, muy fácil de identificar: «Es verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarán y tendrá un magnífico sueño que le dará fuerzas y aclarará sus ideas para el día siguiente».

La cosa estaba bien clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de Botánica, se dirigieron al bosque. Sí; mas, ¿dónde estaba la planta?

-Seguramente ha ido a parar a mi montón -dijo el porquero y tiempo ha está convertida en ceniza; pero, ¿qué sabía yo?

-¿Qué sabías tú? -exclamaron todos-. ¡Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debían llegar al alma de aquel hombre, pues a él y a nadie más iban dirigidas.

No hubo modo de dar con una sola hoja; la única existente yacía en el féretro de la difunta, pero nadie lo sabía.

El Rey en persona, desesperado, se encaminó a aquel lugar del bosque.

-Aquí estuvo el árbol -dijo-. ¡Sea éste un lugar sagrado!

Y lo rodearon con una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de Botánica escribió un tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con gran satisfacción suya; aquel baño de oro le vino bien a él y a su familia, y fue lo más agradable de toda la historia, ya que la planta había desaparecido, y el Rey siguió preso de su melancolía y aflicción.

-Pero ya las sufría antes -dijo el centinela.

Louis Van Houtte, Belgian
Ilustración botánica de Louis Van Houtte

 

 

Los cuentos que aparecen en este post los he recogido del siguiente link Cuentos de Hans Christian Andersen , donde podéis encontrar una recopilación completa de cuentos de Hans Christian Andersen.
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6 comentarios sobre “Cuentos de Hadas II: Hans Christian Andersen

  1. La Pequeña Cerillera de Andersen y El Príncipe Felíz de Oscar Wilde son para mí los cuentos más tristes y hermosos escritos en esa época, y supongo que es en la tristeza del contenido y en la belleza de su forma que radica su atemporalidad.

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  2. El de «La pequeña cerillera» lo conocía,que preciosidad.Tendré que leer más a este autor.Y muchas gracias por el enlace,las ilustraciones son preciosas por cierto.Como siempre un interesantísimo post.Un saludo!

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  3. ¡Hola!
    Mi cuento favorito (ya no de Andersen sino de toda la literatura a veces mal llamada «infantil») es «El patito feo» Simplemente adoro a Andersen aunque pocos conozcan o no quieran saber los verdaderos finales de sus cuentos. Doy fe de la Sirenita.
    Las ilustraciones, como siempre, son algo espectacular y el retrato de Andersen, refleja esa tristeza que yo creo arrastraba desde niño. Enhorabuena por los artículos.
    Seguiré visitándote ya que este blog es de referencia.
    ¡Un saludo!

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  4. Me encantan los cuentos, pero más si son de mi querido Andersen. Son personajes que rompen con los tópicos de los cuentos, en ellos no hay princesas ñoñas para rescatar, no hay príncipes valientes, hay lucha interna, sufrimiento ante la desesperanza o incluso la perdida absoluta del amor. Andersen cura mi alma en tiempos bajos emocionales, quizá sea empatía con sus personajes o ver que la vida no es un camino de rosas, si no de rosas espinadas. Gracias por haber existido Andersen.

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